
De todo lo que he leído en lo que llevamos de año, este es el reportaje que me ha impresionado más. No puedo dejar de compartirlo. Creo que esta historia de la revista The New Yorker puede ayudarnos a empezar a entender —a nosotros y a nuestros hijos—, lo que implica ser refugiado, estar de forma ilegal en un país y que sobre tu familia penda la espada de la deportación.
Escrito por Rachel Aviv el reportaje se titula, en inglés, The trauma of facing deportation. Si hablan este idioma, léanlo en su versión original. Si no, voy a hacer lo posible para resumir una pieza impecable.
La historia ocurre en Suecia, donde centenares de hijos de refugiados han caído en un estado comatoso después de conocer que su familia va a ser expulsada del país.
Los niños, dicen los médicos, han perdido su voluntad de vivir: dejan de hablar, de moverse, de alimentarse y de mirar. Simplemente, duermen; se quieren dejar morir.
La periodista empieza el relato contándonos la experiencia de Georgi: un niño ruso que llegó a Suecia con su familia en 2007, cuando tenía cinco años. En su país, el padre de Georgi fue amenazado de muerte por motivos religiosos y la familia tuvo que huir.
Pidieron asilo en Suecia, un proceso que incluso en un país tan modélico en lo referente a derechos humanos puede durar años.
De hecho, Georgi creció consciente de que la vida en Suecia de él, su hermano pequeño y sus padres, no estaba del todo asegurada. De todos modos, se adaptó perfectamente a su país de acogida. Alegre, buen compañero y buen estudiante, era también un gran deportista. En una carta a las autoridades migratorias, el director de su escuela lo definió como «un ejemplo para sus compañeros».
A los trece años, Georgi era un adolescente brillante y con un futuro en su país de acogida. Un niño feliz al que solamente le desazonaba una cosa: la posibilidad de que su familia y él tuvieran que volver a Rusia. Y es que cuando llegaron, en 2007, el gobierno sueco les denegó el permiso de asilo. Desde entonces, sus padres trataron de conseguirlo en diversas ocasiones —en Suecia existe la posibilidad de recurrir—, pero en el verano de 2015, tras años en un auténtico limbo, se les informó que su petición había sido denegada de nuevo.
Volvieron a recurrir, pero en diciembre la familia recibió una nueva negativa: debían de abandonar Suecia. Punto.
Durante todo aquel proceso Georgi —que hablaba ruso, sueco e inglés— era quien leía y traducía a sus padres todas las notificaciones. En aquella ocasión, hizo lo mismo, pero su reacción tras leer la nueva carta fue esta:
«Dejó caer la carta en el suelo y subió a su habitación, tumbándose en la cama. Dijo que sentía como si su cuerpo fuera líquido. Sus extremidades le parecían blandas y porosas. Todo lo que deseaba era cerrar los ojos. Incluso tragar requería un esfuerzo que, sentía, no podía realizar. Experimentó una fuerte presión en su cerebro y en sus orejas. Se giró hacia la pared y le dio un puñetazo. A la mañana siguiente, rechazó levantarse y comer. Su madre le dijo un poco de Coca-Cola con una cucharita. El líquido se escurrió por sus labios y le cayó por la barbilla».
Una semana después Georgi seguía sin levantarse, sin hablar y sin comer. Había perdido cinco kilos. Sus padres lo llevaron al hospital.
Allí, un examen médico concluyó que, aunque sus reflejos permanecían intactos y su pulso y su presión sanguínea eran normales, Georgi no mostraba ninguna reacción ante nada. Era un cuerpo inerte. Incluso al día siguiente, cuando le insertaron un tubo por la nariz, para alimentarlo, no mostró resistencia alguna. «Nada», recordó su padre.
«A Georgi se le diagnosticó ‘uppgivenhetssyndrom’ o síndrome de la resignación«, escribe Rachel Aviv. «Una enfermedad que dicen solo existe en Suecia y solo entre los refugiados. Los pacientes no padecen ninguna enfermedad física o neurológica, pero parecen haber perdido la voluntad de vivir. Los suecos los llaman ‘apatiska’: los apáticos».
La doctora Hultcrantz, entrevistada por Aviv y quien ha tratado a decenas de niños aquejado de este mal, los define así: “Son como Blancanieves. Se retiran del mundo».
«Los ‘apatiska’ empezaron a detectarse a principios de este siglo: sus padres los llevaban a urgencias, convencidos de que iban a morirse. De qué, no lo sabían; pensaban que era cólera o alguna plaga desconocida. Pronto los pacientes de este tipo llenaron las camas del único hospital psiquiátrico infantil de Estocolomo (…) Göran Bodegård, director de la unidad, me dijo que sentía claustrofobia cuando entraba en las habitaciones. «Una atmósfera como de la ‘Piedad’, de Miguel Ángel envolvía a los niños», describió. Las persianas estaban cerradas y las luces, apagadas. Las madres, susurraban a su lado».
Cuando el director de la escuela de Georgi escribió una carta al tribunal que examinaba el caso de su familia, dijo que «sería devastador si a Georgi se le forzara abandonar su comunidad, sus amigos, su escuela y su vida». No se equivocaba. Con la orden de expulsión de Georgi y de otros muchos hijos de refugiados, a estos niños se les priva de lo que en Suecia se conoce como trygghet, una palabra que en castellano equivaldría a «seguridad» pero que en sueco tiene un significado más amplio. «Confianza, una sensación de pertenencia y de no experimentar situaciones de peligro, miedo y ansiedad», detalla la autora del reportaje.
Peligro, miedo, ansiedad y desespero fue lo que Georgi y otros niños en situaciones similares experimentaron al saber que debían marcharse de Suecia. La impotencia es tal que deciden dejarse morir, sacrificarse por su familia.
Los casos ya se cuentan por centenares (en 2016 hubieron 60 nuevos «niños durmientes»), y los que lo sufren siempre son los mismos: hijos de refugiados sobre los que pende la amenaza de la deportación. En el reportaje, la periodista visita a dos hermanas romanís, de Kosovo: una lleva dos años y medio dormida. La otra, varios meses. Como Georgi, cuando supieron que su familia debía de abandonar Suecia dejaron de hablar, de comer y de moverse. Primero una. Luego, la otra.

Uffff, que duro!!!
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Sí Marta, sí, muy duro. Una tristeza.
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