Estos días de vacaciones he leído un libro por el que hace tiempo que sentía curiosidad. Se titula Primates of Park Avenue y su autora es una antropóloga llamada Wednesday Martin. En él, analiza sus experiencias entre las madres más hipermadres posibles: las habitantes del llamado Upper East Side de Manhattan, Nueva York, el barrio más rico de una de las ciudades donde hay más dinero del mundo.

El libro, que no está traducido al español, me llamó la atención en su día porque en una reseña del mismo en El País se citaba una figura laboral ciertamente llamativa: «Consultores de juego para niños de cuatro años que no saben jugar porque no tiene tiempo para jugar».
Tuve que comprarlo para comprobar la veracidad de esa información, que Martin facilita en las primeras páginas. Efectivamente, la autora habla de niños de cuatro años que no saben jugar porque: «No tienen tiempo para jugar debido a sus numerosas clases de enriquecimiento personal —francés, chino mandarín, cocina, golf, tenis, voz…— después del parvulario».
Este fenómeno, el no tener tiempo para jugar, no se da únicamente en este barrio neoyorquino, donde las madres pasean con bolsos que cuestan miles de dólares y los niños ven normal subirse a un jet privado. La hiperocupación de los niños en los países más ricos —una de las derivadas de la hiperpaternidad—, es algo cada vez más normal. Sin embargo, en lugares como el Upper East Side, alcanza cotas superlativas.

Foto: Pacific Coast News/BarcroftMedia
Cuenta Martin que, en general, las madres de este lugar privilegiado no trabajan, pero se dedican en cuerpo y alma a preparar a sus hijos para el éxito. Son full-time hyper-mums (hipermadres a tiempo completo), madres que practican lo que se conoce como maternidad intensiva. Mujeres extremadamente competitivas para las cuales la carrera por ser las mejores madres se inicia durante el embarazo. Mamás quienes, con tal de que sus hijos tengan éxito, están dispuestas a cosas como:
— Planear los embarazos para que los retoños nazcan en unos meses determinados, lo que facilita su posible entrada en la guardería o escuela primaria adecuada (requisito indispensable para que puedan acceder a la universidad de élite que planean para sus hijos). Se habla, directamente, de bad birthdays si la criatura no ha nacido dentro de la franja de meses adecuada. «Me había ido a vivir a una zona en la que los cumpleaños podían ser malos«; escribe Martin, un punto desesperada.
— Pagar miles de dólares para las clases de preparación al examen de entrada de la guardería (porque sí, hay guarderías que tienen examen de entrada).
— Escribir largos ensayos sobre las capacidades intelectuales de sus hijos de dos años para así poder pasar el primer filtro de susodicho examen y poder someter a sus críos a estresantes pruebas o audiciones de admisión en las susodichas guarderías.
— Tratar de sobornar con un millón de dólares a una escuela, con el fin de facilitar la admisión del retoño.
— Gastarse 5.000 dólares en fiestas de cumpleaños especiales.
— Comprar en el mercado negro un pase de discapacitados para que sus niños, pobrecitos, no hagan cola en Disneylandia y experimenten, aunque sea durante unos minutos, lo que es la frustración.
ANSIEDAD PERMANENTE
Estas madres millonarias, continúa Martin, lo tienen, literalmente, todo, pero viven: «Al borde de un ataque de nervios.» Todo ha de ser perfecto, especialmente, el aspecto físico: «No solo han de ser las madres embarazadas más espectaculares, ir al parto perfectamente depiladas y ‘reponerse’ en un tiempo récord. También han de ser las madres más bellas de los niños más guapos» (tener un hijo delgado es motivo de envidia indisimulada, escribe Martin).
En este mundo de consumismo desenfrenado, los niños son un símbolo de estatus. No solo son una forma para avanzar en el escalafón social, a través de sus amistades —forjadas en las escuelas en las que cuesta tanto ser admitido—. También forman parte de este mundo de apariencias en el que, escribe Martin, los hijos parecen ser «otro complemento».
Muchas de estas mujeres dependen económicamente de sus opulentos maridos, quienes las hacen enteramente responsables de la gestión de su prole. Así, del éxito de sus hijos depende su éxito y, también, una parte importante del estatus de la familia. Por ello, la maternidad se convierte en una auténtica carrera de obstáculos, en un campo de entrenamiento neurotizado. En esta parte del mundo el post-capitalismo —la infinidad de opciones a la hora de consumir—, funciona a toda mecha: las posibilidades que existen para darle a los hijos educación, experiencias mágicas y cosas en general son tantas, que la ansiedad se dispara.
Por ello, las mamás del Manhattan más rico están, según Martin, permanentemente de los nervios y estallan en llanto si el maestro les dice que a su hija le cuesta encontrar amigos para jugar a la hora del patio. También chillan y se caen, literalmente, de la silla, si su marido les da un golpecito en el hombro para indicarles algo mientras están… en casa. Que un niño coja piojos puede equivaler al ostracismo absoluto dentro del grupo, el horror de los horrores. Y el que un hijo tenga una pequeña imperfección —especialmente física—, puede provocarles una depresión.

La ansiedad y el estrés, enfermedades de las sociedades más ricas e industrializadas, son habituales en el Upper East Side. Se combaten con ingentes cantidades de tranquilizante y botellas de vino carísimo. «Las benzodiazepinas son las mejores amigas de las madres (…) Las mujeres que conocí tomaban ansiolíticos para dormirse o en medio de la noche, cuando se despertaban presas del pánico, el corazón desbocado, pensando en escuelas, dinero o en si sus maridos les eran fieles», escribe Martin.
Resulta irónico que en un lugar donde la gente debería vivir con una relativa tranquilidad —porque sus necesidades básicas están más que cubiertas—, las madres lo pasen tan mal. Ya conté en un post anterior que un estudio de la Universidad Queen Mary de Londres reflejó que las madres que practican la llamada «maternidad intensiva» son más infelices. En gran parte porque nunca se sienten lo suficientemente buenas y sufren porque no creen que les están dando lo suficiente a sus hijos.
Especialmente en una sociedad como la americana la búsqueda de la perfección es una especie de obsesión. Se ha de tener la vida perfecta: la boda perfecta, el matrimonio perfecto, el cuerpo y los dientes perfectos, la casa, el coche y las vacaciones perfectas y, por supuesto, los hijos perfectos. El problema es que la perfección —salvo quizás en alguna obra de arte, en un paisaje de la naturaleza o en un brevísimo momento de la vida—, no existe. Y la búsqueda desesperada de la misma, especialmente a través de la crianza, solo puede conducir a estrés e infelicidad.//