Una amiga de mi madre, que tuvo a sus dos niñas ya de bastante mayor y tras muchos sufrimientos, se dirigía a ellas de esta manera:
– ¡Hoooolaaaaa princesitaaaaaas! ¡Achuchuchúuuu! Pero que mooooonas. ¡Achuchumooonas! ¡Achuchuchuiiiiis! ¡Aguguchuhitaaaaaaas! Apuchichichtaaas… ¿Cómo estáis, apapachichititits?
Era todo un espectáculo ante el cual las dos únicas que no parecían sorprendidas eran las niñas. Estaban acostumbradas al misterioso lenguaje que su madre, quizás arrastrada por la emoción de tener dos hijas tan monas, había inventado para ellas.
A las niñas y a la amiga de mi madre les he perdido el rastro hace tiempo. Las pocas veces que las vi, cuando eran pequeñas, apenas profirieron palabra alguna, pero me imagino que hoy, ya adultas, hablan con normalidad. Sin embargo, no pude de dejar de pensar en ellas al leer este reportaje; Talk to Your Kids, publicado en la revista The New Yorker.
Escrito por la periodista Margaret Talbot y con una ilustración de Leo Espinosa, el texto hablaba de un programa emprendido por el alcalde de una ciudad americana (Providence), para estimular a las familias para que hablen con más frecuencia a sus hijos. El programa (llamado Providence Talks), está destinado a las familias con menos recursos económicos: es en estos hogares donde la llamada «brecha de las palabras» es más acusada.
Imagen de la página web del programa PROVIDENCE TALKS, el hombre es el alcalde la ciudad, Angel Taveras.
La edad de los niños a los que está destinado el programa es de los 2 hasta los 30 meses. Los padres que quieren participar aceptan reunirse, a lo largo de un año, con un trabajador social que les enseña a conversar mejor con sus hijos. Durante este tiempo, los niños y niñas llevan una máquina que cuenta las palabras que se pronuncian en la casa. El propósito, explican, es reducir la mencionada «brecha de las palabras»: un estudio hecho en EEUU en los 90 asegura que los niños criados en familias con menos recursos, al cumplir los cuatro años, han oído unas treinta millones de palabras menos que los de familias acomodadas. Un déficit de vocabulario que, entre otros, hace que tengan peores resultados en la escuela.
Una parte del reportaje está dedicado a cuestionar la fiabilidad del estudio, realizado por los doctores Betty Hart, Ph.D. y Todd Risley, Ph.D. Es un tema interesante pero, en mi opinión, me parece más interesante que en un país se tome tan en serio la cuestión de hablar con más frecuencia y más propiedad a los hijos. Porque, además de la de Providence, existen varias iniciativas (como la organización Thirty Million Words) para enfatizar la importancia de hablarles, darles vocabulario, a los niños pequeños. Tan solo hace unos meses, Barack Obama presidió una conferencia en la Casa Blanca con el objetivo «de tender puentes en la brecha de las palabras».
«Cada palabra que dices, construye el cerebro de tu hijo»: imagen de la página web de la iniciativa THIRTY MILLION WORDS
Los padres somos los primeros educadores y de nosotros aprenderán el lenguaje con el que van a desenvolverse en la vida. Y en este campo, como explicaba el periodista Isaias Lafuente en La Guía de Padres de la SER, somos los principales responsables: no podemos descargar la culpa al sistema. «Hablar es el cimiento de todo y el núcleo familiar es fundamental, porque la lengua se aprende por impregnación, por hábito. Si en esos tres-cuatro años antes de mandar el niño a la escuela ponemos cimientos fuertes, esos seguirán toda la vida», explica el autor de Y el verbo se hizo polvo: ¿estamos destrozando nuestra lengua? (ed. Espasa).
¿Y cómo se ponen esos cimientos fuertes? He hecho un resumen entre lo que aconsejan en Estados Unidos y lo que surgió en la Guía de Padres. Casi todo tiene mucho que ver con el sentido común, pero no está de más recordarlo:
1) Para empezar, hay que hacer un esfuerzo. Es lógico que los padres y madres, habitualmente cansados y estresados (o quizás más interesados en ver la tele, jugar con el móvil o leer el diario que en entablar una conversación digna con nuestra prole), nos dirijamos a menudo a ella de la siguiente forma:
– Traéme eso de allí (en referencia «al periódico», que está «en mi mesita de noche, en el dormitorio» o «al mando a distancia de la televisión», que está «en el primer cajón de la cómoda de la sala»). O «dame eso de ahí» (en referencia a «la tabla de cortar» que está «sobre la encimera de la cocina»).
Fatal. Especialmente, cuando son pequeños. Porque, como dice Isaias Lafuente, el esforzarnos un poco en detallarles a nuestros hijos cómo son las cosas les ayudará «a concretar», un recurso básico en la vida.
2) Huir de diminutivos y de símiles que no sirven para nada. Basta de «lechitas», «juguetitos» y «bonititos» que han condenado tantas infancias a la cursilería. Tampoco hay que inventar lenguajes incomprensibles, como el constante Achuchuchuuúuuu de la amiga de mi madre. Los padres no tenemos que adaptar nuestro lenguaje al suyo, sino darles recursos. Si el niño te dice «¡Mira!, una «nino-nino»‘ no hay que decirles «¡Ay sí!, qué nino-nino tan bonita» (o, incluso peor: «Qué nino-nino tan bonitita»), sino: «Qué ambulancia tan bonita». Y, si estuviéramos en América, lo que nos recomendarían a continuación sería decirles: «Y fíjate, tiene luces que parpadean, y son de color naranja».
3) Porque añadirles un plus de palabras, no escatimar explicaciones es fundamental para conseguir esos 21.000 vocablos diarios que, según Providence Talks, deberían escucharse en una familia para el desarrollo apropiado de un niño (21.000 palabras son, aproximadamente, el equivalente de leerle 12 veces el cuento El gato en el sombrero, de Dr. Seuss). Así, cuando un niño empieza a hablar, por ejemplo, y dice «coche» hay que celebrar esa nueva palabra pero añadir: «Sí, es un coche. Un coche grande y azul».
En esta novela del comisario Brunetti se muestra un caso (extremo y terrible) de lo que ocurre cuando una madre decide no hablarle a su hijo.
4) Hablarle en voz alta al bebé. Aunque no estés haciendo nada extraordinario, puedes explicarle qué pasa cuando lo bañas o lo vistes, qué le estás cocinando, qué compras en el supermercado, qué ves mientras lo paseas… Tampoco hay que ser un taladro y no callar (el bebé también tiene derecho a sus momentos de paz y tranquilidad), pero hay que estimularlo verbalmente. Si los «temas de conversación» se acaban, también puedes cantarles, contar con ellos en voz alta y preguntarles cosas, aunque aún no puedan responder. Si le estás preparando una manzana, por ejemplo, explicarle que «esto es una manzana, roja, y así es como se corta, con un cuchillo; ¿te gustan las manzanas?».
Evelyn Ramos (centro) junto a su madre y una trabajadora del proyecto Providence Talks. La ciudad es la primera del mundo que afronta la llamada «brecha de las palabras» como un problema municipal.