¡NO TOQUE USTED A MI HIJO!
(basado en la historia ‘Attaboy’* del escritor y humorista americano, DAVID SEDARIS, colaborador habitual en el ‘New Yoker’).
El texto forma parte de su último libro, ‘Let’s Explore Diabetes with Owls’ (ed. Little Brown). Empieza con un suceso que el autor presenció en Nueva York, cuando un hombre empezó a gritar en la puerta de un supermercado este aviso: «Citizen’s arrest!». Esta expresión inglesa se traduciría como ‘arresto ciudadano’ y significa que alguien ha cometido una acción fuera de la ley y puede ser «arrestado» por otro ciudadano. En este caso, el hombre había «arrestado» a un adolescente, al cual tocaba ligeramente por el hombro, mientras repetía el «citizen’s arrest!». El adolescente había estado pintando un buzón con un rotulador enorme, que yacía a sus pies.
Cubrir de graffiti un buzón no es un crimen, sino más bien un acto de microvandalismo, pero no de deja de ser vandalismo. Sedaris narra como, al oir los gritos, emergieron del supermercado los padres de la criatura, quienes corrieron junto a su retoño. No se inmutaron, sin embargo, al oír lo que éste había estado haciendo mientras ellos compraban. Se limitaron a encararse con el hombre (quien seguía posando ligeramente la mano sobre el hombro del adolescente), y le espetaron, indignados, lo siguiente:
– ¿Quién le ha dado a usted derecho a tocar a nuestro hijo?
El hombre, un poco confundido, volvió a explicarles que el chico estaba llenando de graffiti un buzón, pero los progenitores continuaron indignados:
– No me importa lo que hacía mi hijo – le dijo la mujer -. Usted no tiene derecho a tocar a mi hijo. ¿Quién se ha creído usted que es?
Y acto seguido, indicó a su marido que llamara a la policía, cosa que, cuenta Sedaris, el marido ya estaba haciendo.
Esta situación («no toque usted a mi hijo»), es habitual en la actual cultura estadounidense. Sin embargo, como cuenta Sedaris (nacido en 1956), no siempre fue así.
En la segunda parte de su relato, el escritor recuerda una historia familiar que surge a raíz de que un chico del barrio donde vivían los Sedaris llamase «bitch» a la señora Sedaris. «Bitch» en español significa “guarra” o “perra” y, obviamente, es un insulto muy feo.
Los Sedaris eran seis hermanos y vivían en un hogar en el cual, entre otras cosas, los niños se iban a dormir con un “A la cama” y punto. Ni la puerta de la nevera ni ningún otro rincón común de la casa estaba invadidos por dibujos suyos («porque nuestros padres sabían lo que eran: una birria», aclara el escritor), y no se les permitía escoger lo que querían para comer (en contraste, añade Sedaris, con el estatus que goza el hijo de unos amigos suyos quien «solamente prueba alimentos de color blanco»).
También hubiera sido impensable que sus padres no le hubieran pegado una bronca monumental en una situación como la del adolescente graffiteando el buzón.
Sus padres, aclara de nuevo Sedaris, no eran crueles ni abusaban de su prole. Simplemente, tenían otras reglas. «Las normas eran diferentes entonces, especialmente, en lo que concernía al castigo corporal. No sólo podías pegar a tus hijos sino que podías pegar a los hijos de otra gente».
Esta norma no escrita es relevante en la historia, que debió tener lugar hacia el 1966. Cuando la señora Sedaris le explicó a su marido que un niño del barrio le había llamado «bitch» por la calle, el señor Sedaris preguntó inmediatamente a su hijo David (entonces de once años), si sabía quién era aquel niño: «Para poder ir a hablar con él».
La identidad del insultante era un misterio. Una de las hermanas de David dijo que podría haber sido un tal Tommy Reimer, porque vivía cerca del lugar desde donde se había proferido el insulto. El señor Sedaris comentó que conocía al padre de Tommy Reiner… La señora Sedaris le dijo a su marido que «dejara estar» el tema pero, ante aquella sugerencia, el señor Sedaris respondió lo siguiente:
– ¿Qué quieres decir, ‘déjalo estar’? Un niño que usa un lenguaje como este tiene un problema y yo voy a solucionarle este problema.
Y, ahora sí, se cambió de tema.
Como todas las familias de su calle, los Sedaris cenaban a las seis de la tarde. El señor Sedaris presidía la mesa y tenía por costumbre sacarse los pantalones antes de sentarse. También solía ser era él quien abría la puerta, siempre levemente indignado, en caso de que alguien tocara el timbre mientras comían. Esa tarde, sin embargo, cuando alguien llamó, fue una de sus hijas quien se levantó antes de que él pudiera. Mientras el señor Sedaris decía en voz alta que «¡Quienquiera que sea, le dices que estamos cenando, qué narices!», se oyó claramente un «¡Hola Tommy!» desde la entrada. Entonces, como impulsado por un resorte, el señor Sedaris corrió hacia la puerta. Cuando el resto de la familia le alcanzó, Tommy (un compañero de escuela de unos diez años), estaba siendo asido por el cuello por el señor Sedaris, sus piernecitas agitándose desesperadamente unos centímetros por encima del suelo.
La familia en pleno empezó a gritar, informando al señor Sedaris que aquel Tommy no era el Tommy que supuestamente había insultado a su madre, sino otro niño. El señor Sedaris, entonces, aflojó y dejó al niño, quien cayó, rojo y jadeante, en el suelo. Casi inmediatamente, le puso la mano en el hombro y, con voz suave, le preguntó si estaba bien y quería entrar para tomarse un helado.
Cuenta Sedaris que tras el suceso nadie llamó a la policía ni fueron intercambiadas palabras desagradables entre el padre de Tommy y el suyo cuando se toparon en la calle, poco después. «¿Por qué habría hecho falta?», escribe. «Su hijo no había muerto, solamente se había quedado sin oxígeno durante un rato. Y, además: ¿Una experiencia así no le había hecho mas fuerte?»
La historia de Sedaris, además de ser un perfecto ejemplo de lo rápido que han cambiado las cosas en materia educativa en las familias (con todo lo positivo y lo negativo que ello implica), me hace pensar en una experiencia similar, de hace unos meses, cuando una tarde recogí en el casal de verano a mi hijo de once años. Mi hijo estaba muy nervioso, triste y furioso, porque uno de sus compañeros de clase le había dicho, pocos minutos atrás, que su madre (yo) era: «Una puta». Una puta por lo menos algo glamurosa porque, en palabras del compañero: «Coge aviones para entrevistar a gente famosa», pero una puta, al fin y al cabo.
Mi hijo tardó un poco en tranquilizarse (y yo también). En mi ingenuidad me sorprendió mucho que un crío de esta edad pudiera decir algo así a otro niño de quien supuestamente es, además, su amigo. Como venganza, juré esa misma tarde no invitarlo nunca más a una fiesta de cumpleaños. Alguien que dice algo así no merece ser invitado a ninguna fiesta. A mi hijo le pareció bien. En aquel momento, meses antes de leer la historia de la familia Sedaris, aquello me pareció un castigo justo ante la afrenta.
Nos fuimos a casa, expliqué la historia a mi marido (quien no reaccionó, ni mucho menos, como el señor Sedaris), y cenamos. Aquella noche, antes de dormirme, me pregunté si valdría la pena comentarle algo a la madre del compañero de clase, pero concluí que no, no valía la pena. Conozco algo a la madre del compañero de clase y no es del tipo que se posicione en contra de su hijo. Es más bien del tipo: “No toques a mi hijo. Bajo ninguna circunstancia”.
Han pasado los meses y, un día, hablando con mi hijo de su próxima fiesta de cumpleaños, resurgió el tema del niño en cuestión. «No va a venir», dije yo, firme en mis convicciones. Mi hijo se quedó en silencio unos segundos para comentarme, con naturalidad, que eran «amigos» de nuevo. «Me ha pedido perdón varias veces», informó. «Me pidió perdón el día después de insultarme y también cuando empezó el curso, en septiembre», aclaró.
– ¿El día después?, ¿te pidió perdón? ¿Y otra vez a principio de curso?, pregunté.
– Sí, me ha pedido perdón muchas veces, repitió mi hijo.
Me quedé callada.
– Bueno, ya veremos… Aún falta bastante para tu cumpleaños.
Y todavía sigo sin saber qué hacer.
*»Attaboy» es una expresión de ánimo a otra persona. Habitualmente se le dice a un niño. Lo más parecido en español sería «ándale», «aúpa» o «venga”.