Los expertos coinciden en que nunca el ser humano ha estado tan desconectado de la naturaleza como hoy. Este déficit es especialmente agudo en los niños, cautivos de la tecnología y las agendas frenéticas. Es urgente que retomen el contacto con el medio natural: no solo por sus beneficios emocionales y cognitivos sino porque a ellos les tocará lidiar con la crisis ecológica del planeta. Comparto mi reportaje sobre este tema aparecido en el MAGAZINE de La Vanguardia.

“¿Sabes cual es el nombre científico de la encina?” Txell, de nueve años, formula esta pregunta a la periodista, quien solo es capaz de recordar que el nombre en latín de uno de los árboles más hermosos del Mediterráneo empieza por “Quercus”. “Es Quercus ilex”, remata Txell, encantada, para a continuación, pronunciar muy cuidadosamente el nombre en latín de otro árbol que conoce, el haya: “Fa-gus syl-va-ti-ca”, dice. Héctor, uno de los educadores ambientales a cargo de los niños del campamento de naturaleza organizado por la Associació Sorellona en lago de Banyoles, aprovecha el intercambio para preguntarle si sabe el nombre científico del abejaruco. Con el pecho cuajado de plumas azules y verdes, la cabeza color canela, el cuello amarillo y un seductora línea negra marcándole los ojos, el abejaruco es uno de los pájaros más hermosos que viven en España. Unas horas antes, los niños lo han escuchado durante la primera salida al campo del día. No han podido verlo y Txell tampoco recuerda su nombre científico (Merops apiaster), pero tanto ella como sus compañeros son conscientes de la belleza de esta ave.

“Esto es una actividad científica, sí, pero lo que también estamos haciendo es lo que yo llamo «seducción ambiental», porque uno no puede amar lo que desconoce. Si no conoces tu entorno natural es más difícil tener la sensibilidad para apreciarlo”. Así se expresa el ornitólogo Miguel Ángel Fuentes, encargado de impartir la clase práctica de anillamiento a los niños esa mañana. De forma clara y sin atisbo de condescendencia, les explica en qué consiste esta técnica para marcar los pájaros —que muchos ya conocían— y les recuerda que, aunque puede provocar estrés a las aves, se hace “por una buena causa”. Como un mago, Fuentes va extrayendo de unos saquitos negros la docena de pájaros que ha atrapado en una red esa mañana. Mientras los manipula con suma delicadeza, anillándolos, pesándolos e identificando su sexo, aporta todo tipo de datos. También les recuerda a los críos que los pájaros salvajes no se pueden enjaular: solamente se encierran los que se venden en las tiendas, que han sido criados en cautividad.
Muchos lo saben, como también saben que el vencejo (Apus apus) es capaz de dormir mientras vuela. Uno de los niños, incluso, es capaz de identificar el canto de un pito real (Picus viridis) que se escucha en la distancia. En tiempos en los que la dispersión infantil es un problema creciente, su nivel de atención es notable. Se intensifica en el momento en el que el ornitólogo les pide que sujeten el ave ya anillada para dejarla en libertad. Al hacerlo, se observan tanto caras tanto de placer como de susto pero ninguno declina su turno. Todos tienen clarísimo que lo mejor de esa actividad es “soltar” a los pájaros.

Estamos a principios de agosto y el calor aprieta así que se levanta el campo de anillamiento y se vuelve al campamento base, uno de los que organiza esta asociación, fundada en 2013 por un grupo de biólogos, ambientólogos y naturalistas con el objetivo de que niños y adolescentes descubran la naturaleza. “Un conocimiento”, alertan, “que cada vez está más diluido entre las nuevas generaciones”. La Sorellona organiza campamentos de educación ambiental en entornos tan privilegiados como Banyoles o los parques naturales del Cap de Creus, Alt Pirineu y Cadí. “Aquí vienen tanto niños y adolescentes por interés propio o por iniciativa de sus padres como otros que desconocen completamente el medio natural”, explica Núria Canals, una de las coordinadoras. Esta joven bióloga detecta que hoy: “Los niños apenas tienen tiempo de estar al aire libre, por lo que esta es una oportunidad para que aprendan a convivir, a observar, a caminar en el campo, a respetar… ¡Si no conoces algo no puedes quererlo!”, reitera. Además, el aprendizaje es rápido. “El cambio de chip se detecta enseguida: incluso entre los adolescentes, que siempre son más reticentes, pero que acaban entusiasmándose con lo que ven y aprenden o, por lo menos, reconocen que la naturaleza no es tan «chunga» como algunos creían”.
Nunca en la historia el ser humano ha estado tan desconectado del medio natural. Especialmente, en el mundo desarrollado, donde las nuevas generaciones se están educando de espaldas a la naturaleza. En 2005 el periodista estadounidense Richard Louv acuñó el término “Déficit de naturaleza” para alertar de una carencia que detectaba entre los niños de su entorno, cada vez más protegidos, ocupados, conectados y recelosos del que hasta no hace mucho era su hábitat cotidiano. En su exitoso ensayo Los últimos niños del bosque (que acaba de ser reeditado por Capitán Swing), Louv insta a los adultos a evitar lo que no duda en calificar de “trastorno”. No es el único experto que relaciona algunos de los problemas psicológicos actuales de los niños —como el déficit de atención— con la carencia de un buen vínculo con la naturaleza. “Para las nuevas generaciones, la naturaleza es más una abstracción que una realidad”, escribe Louv, quien señala que nuestro bienestar físico y mental está directamente vinculado con una buena relación con esta.

“Es imprescindible educar en la naturaleza: es el medio en el que el ser humano se ha desarrollado y su contacto implica incontables beneficios, tanto en la salud física como mental”, añade la escritora Heike Freire, impulsora en España de la llamada “Pedagogía Verde”. Entre otros, Freire es autora de Educar en verde (ed. Graó) y lleva años batallando para acercar la naturaleza a las aulas y a las familias. Porque los beneficios, recalca, son incontestables. “Pero hoy la mayoría de niños y niñas se pasan veinte horas al día encerrados —son estadísticas, ¡no me lo estoy inventado!—. Esto es algo inaudito en la historia de nuestra especie y, también, patológico porque está estudiado que muchos de los problemas que existen entre los menores de salud física y mental, de aprendizaje, del desarrollo psicomotor y cognitivo, de la sensibilidad y de la capacidad de atención, están relacionado con este encierro”.
No deja de ser curioso que mientras que los niños pasan más y más horas en casa, delante de la pantalla, o bajo techo, acompañando a sus padres al centro comercial, entre los adultos se están poniendo de moda los «baños de bosque» (con empresas que los comercializan) y algunos, incluso, se lanzan al movimiento «ecosexual», que propugna, literalmente, hacerle el amor al planeta. Es una de las muchas contradicciones de la civilización actual, ajena a la importancia de educar a las nuevas generaciones en el respeto y el conocimiento de la naturaleza. En especial, en tiempos de crisis ecológica como los actuales: como líderes o votantes, los niños van a tener que jugar un papel crucial para afrontar cuestiones como el cambio climático, que ponen en peligro a nuestra propia especie.

“Este el otro aspecto clave. No solo se trata de educar en verde para que los niños tengan una mejor salud sino para que empiecen a adquirir una conciencia medioambiental”, coincide Heike Freire. Pero para ello, señala, no hay que inundar las aulas de datos catastrofistas, como se está haciendo. Buena parte de la educación medioambiental se ha basado en un discurso muy negativo. “Y aunque la realidad es así, el estar machacando con los desastres del cambio climático, con imágenes como los osos que se ahogan en el Ártico, produce lo que David Sobel, un educador canadiense, llama ecofobia”. La ecofobia sería el temor al deterioro ecológico, la asociación de la naturaleza con el miedo y el apocalipsis. Por eso, recalca Freire, hay que cambiar el enfoque y tratar de cultivar nuestro amor innato por la naturaleza, en vez de convertirlo en fobia, aislando o alarmando a los niños. “Primero hay que dejar que amen la tierra y después les pediremos que la salven. Para ello, es fundamental desarrollar un contacto con el entorno, porque cuando pasas tiempo en la naturaleza se fomenta ese instinto que Edward O. Wilson llamó la biofilia: la capacidad de amar la vida”.
Nacido en Albama en 1929, Wilson está considerado uno de los cien científicos más influyentes de la historia. Entre otros, es uno de los artífices de la formulación del concepto de “biodiversidad”. Profesor emérito de Harvard, ganador de incontables premios y divulgador de primera fila, su amor por la naturaleza se gestó de niño: un accidente le provocó la pérdida de visión de un ojo que le obligó a concentrarse en lo que llamó “las cosas pequeñas”. Así se apasionó por las hormigas, que descubrió con nueve años, cuando arrancó la corteza de un árbol podrido y se topó con una colonia de hormigas cidronelas en el parque urbano de Rock Creek, en Washington DC. Wilson se quedó anonadado ante aquellos bichitos “bajos, gordos y de un amarillo brillante, que emitían un fuerte olor a limón”, como describió. Unos años después estudió biología, especializándose en mirmecología (el estudio de las hormigas), del que hoy está considerado la eminencia mundial.

La historia de Wilson es un buen ejemplo para ilustrar que la naturaleza puede descubrirse en el balcón de casa o en el parque del barrio. En las ciudades hay árboles, pájaros, insectos, reptiles y mamíferos. Y esta naturaleza cercana también pueden ser un espacio clave para que los niños empiecen a descubrirla. Aunque para ello se necesita el compromiso tanto de las familias como de los municipios y escuelas. “La educación en verde no debería formar parte de un mercado, destinado a unos pocos, sino ser parte de un derecho, fundamental, del niño y de la niña, de disfrutar de su entorno”, sintetiza Heike Freire.
Afortunadamente, ya hay avances: en Ontinyent, Valencia, una iniciativa de padres y maestros de la escuela pública Martínez Valls, respaldada por la administración, ha transformado el desolador patio de cemento original en un espacio vivo. “Tenemos hasta una zona de césped natural: allí los niños van a leer o hacen volteretas”, explica, orgullosa, la maestra Desirée Sánchez. Como toda la comunidad educativa, está encantada con ese patio más verde (con árboles, plantas, cabañas recubiertas de hiedra y hasta un rocódromo), que “ha cambiado la vida a la escuela”. Desirée asegura que el nuevo espacio ha mejorado los conflictos de convivencia y, también, ha fomentado el concepto de cuidado en los niños: “Hemos plantado mucho. Y lo que se ha plantado, se cuida”. Sin olvidar la potenciación de la capacidad de observación. Todos los árboles, por ejemplo, tienen códigos QR, parte de un proyecto para saber sus nombres en cuatro idiomas. “También hemos diseñado lupas y los niños van por el patio, mirando. Y si ven una hormiga, es el momento de enseñarle el ciclo de la hormiga». De este modo, incentivando el conocimiento y los cuidados, se construye el respeto por el entorno. Es decir: a la hormiga no se la mata, sino que se aprende de ella.

En la escuela Ur Tanta, en Navarra, tampoco se aplastan bichos. En gran parte es debido a la existencia de una pequeña laguna, junto al centro, que es uno de los ejes de su proyecto educativo. “Nos da muchísimo juego. Gracias a ella aprendemos de las libélulas de las ranas…”, explica la fundadora del centro, Pilar Seminario. Esta maestra y psicóloga no oculta su asombro con la rapidez con la que los críos aprenden a respetar el medio. “Cuando son más pequeñitos y se van a coger renacuajos, no se dan cuenta de que son seres vivos, los sacan del agua y olvidan devolverlos. Nosotros les vamos indicando que están vivos, les instamos a observarlos y en muy poco tiempo, es increíble ver cómo los cuidan. Lo mismo pasa con las hormigas, los grillos, la arañas… ¡No matan un bicho! Es también un aprendizaje de la empatía”, resume.

Maider Aizpurua es otra educadora que considera urgente reconectar a las nuevas generaciones con la naturaleza. “No puedes crear conciencia de salvar la tierra en un niño si éste no la quiere”, explica. Ella aporta su granito de arena organizando en Irún, donde vive, un proyecto de ludotecas al aire libre llamado Lurmaitte (amar la tierra). “Tenemos un entorno natural maravilloso y tuve claro que había que aprovecharlo”, cuenta. Así que cada semana, dos grupos de niños y niñas de entre cuatro y once años salen con Maider y otras monitoras a explorar los parques y los alrededores de la ciudad. Si llueve, (“que ha llovido mucho este invierno”, apunta), pues chubasqueros, katiuskas y una muda. ¿Resultado?: “Se han mojado y han disfrutado muchísimo en los charcos, con la lluvia. No se me ha quejado ningún niño. De hecho, aunque lloviera, la frase era «Maider ¿vamos a ir a la calle, verdad?» Yo de niña jugué mucho al aire libre y he querido que otros tengan esa oportunidad”.

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Cristina Gutiérrez Lestón
Directora de «La Granja»
Presidenta de la Fundació per a l’Educació
Autora dels llibres ENTRENA’L PER A LA VIDA, PALABRAS DE NIÃO (Plataforma)
i EMOQUADERN, EDUCACIÃ EMOCIONAL A CASA (Salvatella)
Granja Escola de Sta Maria de Palautordera
(Montseny)
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Tel: 93 848 11 25
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