CONDENADOS POR SUS PROPIOS PADRES

Rescato este artículo, publicado en el Magazine de La Vanguardia en 2004 pero que sigue vigente, no sólo por su valor periodístico, sino porque en Estados Unidos el negocio de los centros de reeducación para adolescentes sigue moviendo mucho dinero. En un país donde existe una fuerte corriente por la mínima intervención del estado en las vidas de los ciudadanos, cada vez son más padres que optan por enviar a su hijos problemáticos a centros privados para que les solucionen los problemas de conducta o de adicción.

Tranquility Bay 1

Hace una década, la moda eran lugares como «Tranquility Bay»: un centro de modificación del comportamiento  bajo el paraguas de la asociación World Wide Association Of Specialty Programs and Schools (WWASP). Estos centros estaban ubicados normalmente fuera de Estados Unidos, porque lo que allí sucedía no era legal en  muchos de los estados (ni en Europa). Tranquility Bay, el más famoso de ellos, se ubicaba en Jamaica. Saltó a la fama hace unos años gracias a reportajes como este de Decca Aitkenhead, que traduje para el Magazine y que adjunto aquí (TRANQUILITY 1PDF LVG20040725050MAG2 LVG20040725052MAG3 LVG20040725054MAG4).

El lugar era siniestro, con una disciplina férrea y, aunque teóricamente no se permitía el castigo corporal, los castigos eran de gran perversidad (como la llamada «posición observante», donde se les obligaba a pasar horas y horas, día tras días, tumbados boca abajo, «reflexionado»: una chica llegó a pasar 18 meses así). El abuso psicológico entre compañeros era habitual, así como la incomunicación con las familias. 

Otro aspecto muy perverso del sistema era que los padres enviaban a los hijos e hijas sin una orden judicial mediante  a  lo  que, objetivamente, era un campo de detención privado. A menudo, los hijos eran semi-secuestrados en medio de la noche, puestos en un avión y mandados a Jamaica. La edad mínima de atender eran los once/doce años. Los chicos tampoco no sabían cuando iban a salir: dependía de ellos y de su comportamiento (aunque, lógicamente, cuanto más tiempo pasaran, más facturaba la empresa).

Tranquility Bay 2En general, las causas por las que un hijo o hija eran enviados a Tranquility era mantener relaciones sexuales, haber fumando marihuana o ser expulsado de la escuela… La autora del reportaje señalaba la normalidad de algunas de estas conductas entre adolescentes, además de que a menudo, detrás del envío de los hijos a este centro esaban «divorcios turbulentos y nuevos matrimonios». 

El centro fue clausurado en 2009. La empresa, que llegó a tener más de veinte repartidos por Sudamérica y algunos estados de EEUU, no se ha disuelto a causa de los muchos litigios pendientes, tanto por parte de algunos padres como adolescentes que, en su día, estuvieron en Tranquility Bay o en alguno de los otros centros de esta supuesta organización educativa. 

Tranquility 3

CONDENADOS POR SUS PROPIOS PADRES

(versión íntegra de la traducción del reportaje, aparecido en The Observer junio 2009)

¿QUÉ SE HACE CUANDO SE TIENE UN ADOLESCENTE DESCONTROLADO? ¿A QUIEN SE ACUDE? EN LOS ESTADOS UNIDOS, LOS PADRES ENVÍAN A SUS HIJOS PROBLEMÁTICOS A TRANQUILITY BAY, UN ‘CENTRO DE MODIFICACIÓN DEL COMPORTAMIENTO’ SITUADO EN JAMAICA QUE COBRA 40.000 DOLARES ANUALES PARA ‘CURARLOS’. Por Decca Aitkenhead. Fotografías de Chris Steele-Perkins

Si se mira desde la playa desierta situada a sus pies, Tranquility Bay podría confundirse con un hotel de lujo. El centro se alza, solitario, frente a una lengua de arena curva del sur de Jamaica, tachonada de palmeras y con vistas al Caribe. Hay que acercarse más para ver a los guardias situados sobre el muro. Tras éste, 250 adolescentes viven encerrados. Casi todos son estadounidenses y, pese a estar allí como prisioneros, ninguno ha sido enviado por orden de un juez o un tribunal. Sus padres pagaron para que los secuestraran y los mandaran aquí, en contra de su voluntad, para permanecer encarcelados hasta por tres años. A veces, incluso más. No serán liberados hasta que no se les considere lo suficientemente respetuosos, educados y obedientes para volver con sus familias.

Los padres que mandan a sus hijos a Tranquility Bay firman un contrato otorgando al centro el 49% de sus derechos de custodia. Esto permite al personal jamaicano (cuyas cualificaciones no superan el bachillerato), utilizar cualquier tipo de fuerza física que crean necesaria para controlarlos. El contrato también exime de responsabilidad legal al lugar por los daños que puedan inflingirse a cualquiera de los internos. El coste de enviar a un hijo aquí oscila entre los 25.000 y los 40.000 dólares al año.

Inaugurado en 1997, Tranquility Bay no es un campo de entrenamiento militar ni un internado, sino un ‘centro para la modificación del comportamiento’ para chicos y chicas de entre 11 y 18 años. Un periodista de la revista Time lo visitó en 1998, pero desde entonces, ningún otro medio había sido admitido. Debido a este secretismo, ha habido muy poca información sobre Tranquility más allá de rumores sin fundamento. Incluso la población local sabe poquísimo, casi nada, de lo que sucede aquí.

El propietario de Tranquility Bay es un americano llamado Jay Kay. No se fia de la prensa porque, dice, “Van a por el sensacionalismo. No presentan los hechos”. Pero, por otro lado, está convencido que cualquiera que conozca este lugar lo apoyará sin reservas. Además, su negocio se está expandiendo, y está buscando otros mercados. Quizás por  ello, la pasada primavera decidió otorgar a esta periodista y al fotógrafo Chris Steele-Perkins un acceso inprecedente y exclusivo. En caso de que el reportaje no le gustara; “El infierno se congelará antes de que nadie vuelva a entrar aquí”.

La primera impresión que se tiene una vez traspasados los muros de Tranquility Bay es de una tranquilidad desconcertante. Los estudiantes se desplazan en silencio, guiados por guardias, en filas únicas, guardando entre sí una distancia de un metro.  Es una operación complicada, porque las chicas y los chicos deben permanecer separados, y está prohibido que se miren.

Tranquility tiene un lenguaje propio. El vocabulario es reconocible, pero su uso ha sido sutilmente adaptado a sus necesidades. Los chicos son ‘machos’, las chicas, ‘hembras’, y están dividos en ‘familias’ de aproximadamente veinte miembros. Las familias tienen nombres como Dignidad, Triunfo y Sabiduría, y están dirigidas por un miembro del personal conocido como ‘padre’ o  ‘madre’, a quien los chicos se dirigen como ‘papá’ o ‘mamá’. Las doscientas personas que componen el personal son todas jamaicanas.

Junto con varios guardias llamados ‘carabinas’, los padres y madres de cada familia controlan y escrutinan a los chicos las 24 horas del día. El único momento en el que un estudiante está solo es cuando va al baño, pero un carabina está esperándole junto a la puerta y, además, sabe qué ha ido a hacer, porque cuando se pide permiso para ir al lavabo, se deben levantar un dedo para un “número uno” y dos para un “número dos”.

El castigo corporal no se practica, pero el personal administra lo que aquí se llaman ‘disuasiones’. Oficialmente se utilizan para mantener a raya a un alumno descontrolado. Sin embargo, antiguos residentes de Tranquility aseguran que las disuasiones se usan a menudo como castigo. “Es un experiencia completamente degradatoria y dolorosa. La puede provocar  hablar alto o señalar. Sabes que te va a tocar cuando tres jamaicanos se acercan hacia ti y te piden que te saques el reloj. Entonces, te ponen contra el suelo, con las extremidades abiertas en forma de estrella, y empiezan a estrujarte y a estirarte brazos y piernas, presionándote los tobillos”.

Antes de enviar a sus hijos a Tranquility, los padres son aconsejados por la dirección a mantener sus planes en secreto y a contratar un servicio de escolta para el momento de anunciarlos. Por ello, muchos de los chicos saben de su existencia por vez primera cuando son despertados en sus casas por unos guardias a las cuatro de la mañana quienes los trasladan, esposados si es necesario, hasta el aeropuerto, donde los escoltarán hasta Jamaica. El chico o chica no está autorizado a hablar con sus padres hasta pasados hasta seis meses. Tampoco podrá verlos durante un año.

Una ‘hembra’ recién llegada podría ser asignada a la familia Reto. Dormirá a partir de entonces con todos sus miembros en una habitación desnuda, donde las camas son tablones de madera que cuelgan de unos clavos de la pared. El día comienza con un carabina tocando diana. Entonces hay que ponerse en silencio el uniforme y las chancletas (más incómodas en caso de tratar de escapar), y doblar la cama contra la pared. La habitación está ahora totalmente vacía. Tras unos cantos, la familia debe alinearse para que la ‘madre’ haga el recuento.

Entonces hay que caminar hasta una clase para ver un CE (un video de media hora que promueve el crecimiento emocional), que puede versar sobre porqué no se debería fumar. Tras la proyección, la familia es alineada y contada de nuevo y conducida a la cantina para desayunar, también en silencio, un plato de col hervida con pescado mientras se escucha a todo volumen una ‘cinta inspiracional’  instando, por ejemplo, a comer sano. “Si el 70 u 80% de la comida que consumes no tiene agua, estás obturándote el cuerpo. Come alimentos con un 80% de agua. Trata de hacerlo durante los próximos diez días y observa qué sucede con tu cuerpo”. La realidad es que los estudiantes no tienen opción de escoger menú: en el centro hay un plan semanal de platos básicos jamaicanos que nunca cambian. Está prohibido comer menos de la mitad de la ración.

Las rutinas matinales varían entre las familias. Algunas se duchan (tres minutos, en agua fría), otras lavan la ropa (en el exterior, en cubos y en agua fría), o se ejercitan (caminan alrededor del patio). A las 9:30 cada familia es conducida a una clase durante dos horas. En Tranquility se continúa con el currículum de los Estados Unidos, pero no se enseña. Vigilados por carabinas, los alumnos leen los libros prescritos, toman notas y hacen un test tras cada capítulo. Dos o tres profesores jamaicanos se sientan en la parte trasera de la clase en caso de que  alguien precise ayuda, pero para evaluar los tests se utilizan las respuestas enviadas desde Estados Unidos.

Tras la comida y otra cinta, vienen tres nuevas horas de estudio y un segundo video de crecimiento emocional, seguido de otro sobre una figura histórica o de relevancia. Hay un rato para practicar deporte, una reunión de cada familia y una cena con una nueva cinta inspiracional. Tras ello se inicia el llamado periodo de ‘Reflexiones’, un espacio en el que se debe anotar lo que se ha memorizado de cintas y vídeos. También es posible escribir a la familia y, aunque el personal está autorizado a leer las cartas, se puede redactar lo que se quiera. Sin embargo, en las instrucciones que Tranquility da a los padres se les recomienda no creer nada que suene a ‘manipulación’, la palabra que utiliza el centro para queja.

No hay tiempo libre, y nunca se está solo. A las diez, todo el mundo está en la cama para el ‘Cierre’: las lucen se apagan y reina el silencio, roto únicamente por las olas en la playa cercana. Los carabinas vigilan durante toda la noche. El día siguiente será exactamente igual. Y el otro, y el otro.

“Sí, idénticos”, explica Jay Kay. “Exactamente idénticos. Ahora sabes”, añade, con una sonrisa satisfecha, “porque los chicos no son felices aquí”.

Tranquility Bay es uno de los once centros afiliados a una organización con sede en Utah llamada Wwasp (World Wide Association of Speciality Programmes o Asociación mundial de programas especiales). Sus instalaciones se ubican en los Estados Unidos y en el Caribe y, aunque cada una es de propiedad independiente, todas se rigen por las directrices del Wwasp.

Jay Kay tiene 33 años y es hijo de uno de los directivos de la organización. A los 27 montó Tranquility Bay, tras pasar cuatro años como administrador de un hospital psiquiátrico juvenil también regentado por Wwasp. Anteriormente había sido guardia nocturno del psiquiátrico y empleado de gasolinera. No acabó la universidad, ni tampoco tiene ningún tipo de calificación en desarrollo infantil y juvenil, pero no cree que esto sea importante. “La experiencia es lo que importa. ¿Soy un educador experto? No. Pero sé como contratar a gente y hacer el trabajo”.

Tranquility Bay es básicamente un campo de detención privado, pero difiere en un aspecto importante: cuando un tribunal condena a un joven, la sentencia tiene un término, mientras que aquí nadie llega con una fecha de salida. Los estudiantes son considerados aptos para irse sólo cuando han demostrado que creen sinceramente que merecen estar aquí y que el centro les ha salvado la vida. Deben renunciar a su antigua personalidad, comulgar con las creencias del programa, demostrar gratitud por su salvación y vigilar a los compañeros que se resistan a hacerlo.

Un elaborado sistema de recompensa y castigo ha sido diseñado para lograr este cambio. Para poder graduarse, los internos deben avanzar del nivel 1 al 6 a base de puntos. Cada aspecto de su conducta se evalúa diariamente y, a medida que acumulan puntos, suben en el escalafón y adquieren privilegios.

En el nivel 1 está prohibido hablar, levantarse, sentarse o moverse sin permiso. Cuando se alcanza el nivel 2, se puede hablar sin autorización previa. En el 3, es posible llamar a casa (siempre bajo vigilancia). Los niveles 4, 5 y 6 implican privilegios como llevar ropa distinta y bisutería, escuchar música o comer una chocolatina. Los estudiantes de este nivel trabajan durante tres días semanales como parte del personal y deben disciplinar a los otros internos utilizando lo que en el argot de Tranquility se llaman ‘consecuencias’.

Éstas se aplican al romper una norma, e implican la pérdida de puntos. Romper una norma puede ser mover los ojos de determinada manera (lo que supone una pérdida de puntos modesta) o proferir un taco (considerada una ofensa de categoría 3, que puede descontar puntos de tal modo que un estudiante perderá todos los privilegios conseguidos).

“¿Sabes?”, dice Kay, “la duración del programa depende de cada chico. Si un padre no entiende por qué pasa aquí tanto tiempo, a lo mejor es cuestión de que le pregunte a su pequeño por qué no adelanta. Todos saben cómo se ganan los puntos”.

La estrategia de coaccionar a los chicos para que se reprogramen es el concepto del que Kay está más orgulloso, ya que cree que pone en manos de los adolescentes su redención. La decisión es suya.

“Antes creíamos que los chicos cambiarían si les decíamos qué tenían que hacer. Pero aquí, lo que hemos desarrollado es que sean ellos los que lleguen a la conclusión que deben hacerlo. Esto es lo que hace nuestro programa tan especial: es cosa suya.”

A los estudiantes que fracasan se les insta a captar el mensaje: a una chica se le ha obligado a llevar un cartel alrededor de su cuello durante todo el día que reza “Llevo tres años aquí y todavía estoy sacando mierda”.

Cuando llegan, muchos no pueden creer que no tienen alternativa a la sumisión. En estado de shock, asustados y enfadados, hay quienes, simplemente, no obedecen. Es entonces cuando descubren que hay una alternativa. Los guardias los llevan (si es necesario a la fuerza) a un cuartito vacío donde les obligan a estirarse boca abajo, los brazos pegados al cuerpo, sobre el pavimento de azulejos. Siempre vigilados, se les obliga a permanecer así, sin moverse ni hablar, durante cincuenta minutos seguidos. Una pausa de diez minutos servirá para desentumecer los músculos antes de resumir la posición. Durante estos intervalos, les son servidas comidas básicas. Durante la noche pueden dormir en el suelo del pasillo, siempre iluminado, anexo a la celda. Al amanecer, volverán a ponerse boca abajo.

A esto se le conoce como PO (posición observante). Cualquier estudiante puede ser enviado a PO, lo que lo degradará al nivel 1. Cada 24 horas, los castigados serán evaluados por un miembro del personal. Solamente una contricción sincera e incondicional les permitirá liberarse. ¿Qué pasa si no se arrepienten? “Ganan otras 24 horas”.

Un chico me contó que había pasado seis meses en posición observante. No es excepcional: “Oh no”, dice Kay, “el récord lo tiene una chica”. Estuvo, en total, 18 meses de cara al suelo.

“El propósito de la observación”, sugiere Kay, “es darles una oportunidad para pensar, para reflexionar sobre sus decisiones”. Ciertamente, es común que tras una sesión de PO un estudiante deje de luchar. En este respecto, PO funciona. De hecho, el éxito de este método puede ser entendido como una perfecta destilación de la ideología de Tranquility Bay. Si tu hijo es irrespetuoso, el mejor regalo que un padre preocupado puede darle es el encarcelamiento en un ambiente tan intolerable que hará cualquier cosa para salir. “Cualquier cosa” significa rendir su mente a la autoridad.

“Yo les digo a los padres”, explica Kay, recostándose en el asiento de su despacho, “¿Qué resultado queréis? Conseguir llegar hasta él puede ser algo feo, pero, por lo menos, con nosotros vais a llegar”.

Jim Monzingo ha logrado el resultado deseado. Veinte meses después de mandar a su hijo Josh a Jamaica ha venido a recogerlo desde Carolina del Norte. Monzino tiene cuatro hijos, una compañía de seguros y es un buen ejemplo de un prototipo de padre de Tranquility. Divorciado de la madre de Josh, ocupado y rico, supo de la existencia del lugar cuando hizo una búsqueda bajo ‘adolescente desafiante’ en internet. “De verdad: no podía más de mi hijo. Lo intentamos en un colegio militar, pero lo expulsaron. Aunque nunca tuvo problemas con la policía, estaba a un paso de tenerlos. Tenía una crisis de identidad, presiones de sus amigos y empezó con la marihuana”.

El consumo de drogas es una de las razones más comunes para mandar a alguien aquí, aunque no se aceptan chicos adictos. Escaparse de casa, acostarse con alguien o ser expulsado del colegio son otros de los motivos típicos. Algunos internos han tenido problemas con la policía y otros han pasado por un tribunal, donde sus padres han convencido al juez para que les deje mandarlos a Tranquility. Otros estudiantes han sido enviados por vestir de forma inadecuada, decir palabrotas o ir con amigos inapropiados.

“Josh era poco respetuoso con su madre”, dice Mozingo suspirando. “No conmigo, no, nunca con papá. Vivió con su madre hasta un año y medio antes de venir aquí. Yo sabía que ella iba a llamarme un día diciéndome que no podía más”.

Monzino tiene dos gemelos con su nueva mujer, y la presencia de Josh es una incomodidad en su hogar. “Yo no quería perderlo, haría cualquier cosa por él: por esto lo mandé aquí. Tratamos de hacer terapia en casa, pero, ¿sabes?”, dice riendo de forma conspiratoria, “aunque han de haber terapeutas, yo vengo de una clase social donde si tienes un problema… ¡Qué demonios!, lo resuelves y punto. Josh necesitaba aclarar sus ideas con rapidez, y lo ha hecho”.

 “Sí, claro que protestó un poco al principio”, recuerda con una cierta ternura. “Un típico caso de manipulación, tal y como nos avisaron. Decía que el personal era malo y violento, que lo pegaban y que la comida era horrible”. Manzingo ríe, encantado de corroborar la simetría entre el manual de Tranquility y las cartas de su hijo. Mientras habla, Josh se balancea cerca suyo. Sus ojos brillantes miran con devoción el rostro de su padre. Necesitó un año para alcanzar el nivel 2, pasó gran parte de este tiempo en PO, pero su padre está agradecidísimo al centro por el trato que ha recibido: “Cada vez que vengo aquí me quedo impresionado con el amor de esta gente. Este tipo de amor no puede fingirse. Este sitio está lleno de amor: desafío a cualquiera a venir y a echar un vistazo”.

Estos son unos sentimientos típicos de los progenitores de Tranquility. Monzino, por ejemplo, estaba convencido de que su hijo tenía serios problemas con las drogas antes de venir aquí. Josh está de acuerdo. ¿Qué tomabas? “Marihuana, cigarrillos. Alcohol”, parece disgustado con él mismo. “Lo que más hacía, por eso, era robar los medicamentos de mi abuela”.

Es también impactante la idea que los padres de Tranquility tienen sobre su derecho, como si éste fuera un derecho legal, a recibir el afecto de sus hijos. “Mi hija hoy es una chica muy limpia”, dice una madre de una ex alumna, “lo que le pasaba era que no le gustábamos… Pero ahora no creo que me mienta más, y esta es una sensación muy limpia”.

Divorcios turbulentos y nuevos matrimonios son la norma entre estos padres. Sus expectativas de lealtad filial, per eso, sugieren un ideal de familia americana tan perfecto y almibarado, que cualquier rebelión y desafío les resulta terrorífica. Esta cultura de la perfección crea su propia lógica: cuando el adolescente se criminaliza, Tranquility es la solución obvia.

Una idea más clara de los tipos de familias de estos chicos emerge de las conversaciones entre grupos del nivel 5 y el 6: “Mi relación en casa era muy mala. Me iba al cuarto y evitaba a mis padres. Siempre habían discusiones y esas cosas”, sugiere Pete. “Me sentía muy mal con ellos. Su divorcio me influyó mucho. Ahora ya no estoy enfadado. Para nada. Merezco este castigo por haber actuado así.”

Susie, una neoyorquina de 16 años, está aquí “Porque practicaba el sexo y no iba al colegio. El mio era un problema de actitud, no de drogas. El problema era yo, yo y mi madre. No teníamos una relación. Nos contábamos cómo nos había ido el día y poco más”. Susie rechaza con vehemencia la posibilidad de que esta sea una fase normal en la adolescencia. “No, no era normal. Hubiera hecho lo mismo toda mi vida”. Su amiga Michele cree que “Ahora viviría en la calle. Una de las cosas más importantes que he aprendido aquí es que todo te pasa por una razón. Yo vine aquí por una razón: no estaba destinada a acabar como una vagabunda. Si mi madre no me hubiera traído aquí, hoy estaría muerta”.

Que sin Tranquility habrían muerto es un auto de fe entre todos los estudiantes. Pero, al preguntarles cómo hubiera sucedido tal cosa, no saben qué reponder. Está claro que, pese a haber sido programados con el guión de su muerte, ninguno se ha parado a preguntarse cómo hubiera sucedido. De todos modos, si no hubieran muerto, hubieran acabado pobres, un destino considerado casi tan fatal. “Tranquility me ha enseñado que yo hubiera ganado un sueldo mínimo”, dice Nick. “Este sitio me ha salvado al vida”.

“Probablemente, yo estaría viviendo con un camello o algo así de horrendo”, especula una chica. “Sin ir a ningún sitio, sin tener éxito”.

Algunos de estos estudiantes tienen ya 18 años y son legalmente libres para irse, pero sus padres se niegan a aceptarlos hasta que hayan pasado el programa de Tranquility. Lindsay Cohen, por ejemplo, tiene casi 19 años. Era una estudiante brillante con miras a Harvard hasta que un novio inadecudo la trajo aquí a los 17. En teoría, el día que cumplió 18 Tranquility le habría tenido que dar 50 dólares y pagarle la mitad de su billete de vuelta en caso de que ella quisiera irse. El porqué no lo hizo lo explica midiendo sus palabras: “Estoy acostumbrada a unas cosas que no pueden comprarse con cincuenta dólares. Además, mis padres me dijeron que, si me quedaba, me mantendrían durante la universidad. Por ello, no vale la pena irme. A veces”, murmura, “todavía creo que no era necesario venir aquí…”, se detiene un momento y dice vagamente, “Pero supongo que estas cosas pasan en la vida.”

Los estudiantes describen sus personalidades de antes del programa con adjetivos subjetivos como “ignorante” o “irrespetuoso”. Su manera de explicarse es también muy similar. Las palabras surgen como de sobres vacíos, sin contenido emocional. “Cuando llegué estaba muy enfadada”, dice Kate. Su voz es cuidada pero monótona. “Mis padres no me avisaron. Me engañaron”. Sonríe inescrutable. “Un policía me escoltó hasta el avión”.

¿Y como se siente Kate ahora? “Fantástica. El haber cambiado mi vida es algo genial” ¿Y cual es la relación con sus padres? “Fantástica”.

La única chispa que tienen Kate y los otros la encienden Kay y los carabinas, hacia quienes dirigen una débil electricidad. Estos chicos no sólo obedecen reglas. Parecen haber sido psicológicamente reconectados.

“Constantemente, el personal está tratando de saber qué estás pensando y te está diciendo qué debes pensar y comprobando que piensas lo que ellos quieren que pienses”, explica un estudiante que se marchó al cumplir los 18, “y si no piensas lo que ellos dicen, más te vale estar muerto”.

Cada día, cada familia tiene un encuentro, liderado por su representante (el trabajador que informa de ellos a sus padres cada semana). La reunión de la familia Reto recuerda a una terapia de grupo. Las chicas se sientan en un círculo. Tienen una hora para ‘compartir’ y ‘responder’.

La primera chica en levantarse confiesa que teme que reaparezca su anorexia. “Me siento asquerosa. La odio porque me siento imperfecta. No pensaba que iba a volver. No sé que hacer”. Sigue hablando, la angustia balbuceándole entre las palabras. “Estar sola me da mucho miedo, pero sé que así es cómo voy a terminar”. Empieza a llorar con fuerza, tragando aire, hablando incoherentemente. Tras diez minutos, se sienta. Hay algo extraño en la atmósfera (un dolor cálido se ha mezclado con el aire helado). Las manos se levantan para las respuestas. “Nadie piensa en ti”, dice una.”¿Qué te hace pensar que alguien iba a hacerlo”. “¿No lo entiendes?, la razón de estar aquí es para que aprendas a ser una persona fuerte. Si no te metes en líos, te vas a casa”.

Mientras profieren sus ataques, algunas chicas suenan aburridas, como camareras recitando el menú. Otras, sin embargo, parecen disfrutar. Como la que señala el acné a una que acaba de hablar y la acusa de “sentirse confortable en su propia mierda.” “Por eso tienes eso en la cara. Porque te haces daño por dentro”. El representante de la familia la mira con aprobación.

La representante del grupo Renacer toma un rol más activo en su encuentro. Sus chicos no parecen tener problemas con las respuestas (“Tu actitud es realmente mala. Ya te lo he dicho antes: eres vago. Eso es todo lo que eres”), pero se reserva un momento estelar hacia el final. Ocurre cuando un chico se levanta. Está planeando su vuelta a casa y han habido algunas discrepancias sobre la misma. Él ha dicho que no va a vivir con su madre, pero el personal creía que sí. La madre ha escrito para confirmar la versión de su hijo.

“Por ello”, dice él con contenida diplomacia, “solo quería que quedara totalmente claro que no hay otros ‘malentendidos’ que precisen de aclaración”.

Su representante familiar lo mira con dureza. El silencio se alarga y sus ojos se entrecierran.

 “¿Sabes qué”, le dice. “voy a tener que revisar tu plan de salida. Tendrá que suspenderse por el momento.”

 El chico está horrorizado. Le invade el pánico. “¡No!, no puede ser verdad”. ¿Porque me está castigando?”

 Su representante lo estudia: “No estoy castigándote. Tu me has dado la idea. Te estás castigando a ti mismo”.

¿Por qué quieren los estudiantes levantarse y confesar sus inerioridades o responder de esta manera a los otros? Scott Burkett, quien dejó Tranquility hace dos años, lo explica: “Solamente avanzas en el programa si compartes tus intimidades. Si no lo haces, no estás funcionando, y pierdes puntos. En una reunión, tu representante puede pedirte a bocajarro que le cuentes algo íntimo. Si no, te manda a PO. Entonces has de buscar con rapidez entre tu inventario de intimidades pensando cuál de ellas va a herirte menos, porque tus secretos va a ser usados en tu contra. Un chico, por ejemplo, que mencionó sus problemas con su novia al llegar… Un mes después el representante le sacó el tema, diciéndole que ella se estaba riendo de él a sus espaldas y preguntándole con cuántos se habría acostado ya. Pero si lo que le cuentas no le parece lo suficientemente profundo, el representante puede llamar a un guardia y mandarte a PO.”

Los puntos y los privilegios también se dan a los estudiantes que se chivan. Si no lo hacen, ellos también los pierden. “Hay cero confianza”, dice Scott. “No puedes fiarte de nadie. No es nosotros contra ellos, sino todos contra ti”. Scott se acuerda de un chico nuevo al que cogieron con pañuelos incriminatorios; la masturbación está estrictamente prohibida en Tranquility. “Le hicieron ponerse de pie frente a todo el mundo tras la cena y los más mayores nos abalanzamos sobre ese niño de 13 años. Fue una especie de entretenimiento nocturno. A eso me refiero cuando hablo de romper a las personas”.

Existen también seminarios de tres días, pensados para provocar la histeria colectiva. Los participantes están obligados a hacer un voto de silencio, por lo que lo que pasa allí se mantiene en secreto. Muchos consideran que estos encuentros transforman sus vidas, mientras que otros los describen como una brutal manipulación.

Los padres no pueden visitar a sus hijos en Jamaica hasta que también hayan asistido a un seminario en los Estados Unidos. Deberán asimismo atender otros con sus hijos, algo que muchos consideran lo mejor del programa. “Sensacional”, asegura Jim Mozingo, “te cambia la mente”. Sin embargo, este enfoque dual asegura que las únicas personas fuera del centro con las que los estudiantes pueden establecer contacto se vuelven parte de éste, coptados en el argot de Tranquility y su sistema de creencias. El proselitismo también se fomenta: a los padres se les descuenta un mes de cuota por cada nuevo alumno que capten.

Lo que se ha creado aquí es un mundo hermético, en el que se rechaza cualquier crítica. Si estas vienen de antiguos estudiantes, son una prueba de que todavía son manipuladores. Si un padre está descontento, los malos resultados de su hijo se deben a su ineficacia para apoyar el programa. El personal está ligado a una cláusula de confidencialidad y, si alguien decide marcharse y hablar es porque es un empleado resentido.

Solamente existe una posible filtración: un psicólogo, pagado directamente por los padres, está obligado a evaluar a cada recién llegado. También ofrece a los estudiantes la posibilidad de terapia, tanto individual como de grupo. No está empleado por el centro porque “Necesito ser independiente. Represento a la familia y al chico. Esto es muy importante”.

El doctor Marcel Chappuis ha ejercido como psicólogo juvenil para los tribunales de Utah durante 30 años, y está doctorado en psicología clínica. Sus maneras, por esto, recuerdan más a las de un parroquiano de un pub que a las de un médico. Se parece a Tom Selleck y frente a los problemas de los chicos se muestra impaciente y divertido.

 “Uno de los grupos de chicas con los que trabajo se llama Violación y Abuso. Un grupo donde se carga con mucho sentido de culpa… Muchas de ellas se vestían y actuaban de forma provocativa. Se drogaban. Se ponían en situaciones arriesgadas y la gente se aprovechaba de ellas. Ahora, aquí somos muy claros, y les decimos que son ellas las que han de saber cómo se presentan a los demás. Puede ser muy difícil ayudar a las chicas”, ríe divertido, “¡Son mucho más dramáticas que los chicos!”

Chappuis también vista a 30 internos adoptados – un porcentaje muy alto en un total de 250 alumnos. Sin bromear, me asegura que los chicos adoptados “tienen más problemas con la confianza. Ya sabes, apego y abandono. Son los más difíciles. Pero tienen que hacerse cargo de que ellos son partes del problema, que son la razón por la que los han enviado aquí.”

Al psicólogo le encanta trabajar en Tranquility “¡Es muy divertido! Sólo por la satisfacción de ver cambiar a estos chicos” También visita en otros centros de Wwasp durante dos semanas al mes. La empresa es su principal fuente de ingresos y si algún padre quiere terapia para su hijo, no hay alternativa a la suya, lo que elimina la posibilidad de que se escuche una voz externa al sistema. Por qué el doctor Chappuis se define como independiente es un misterio.

Su buen humor únicamente se altera cuando se critica el sistema. Entonces su tamaño y su bigote se vuelven amenazadores. “La gente que dice que este sitio es demasiado duro nunca ha tenido hijos problemáticos. Critican sin saber de qué hablan y si alguien me dice que tiene experiencia, le desafío: yo veo a cien chicos de este centro, yo tengo experiencia. La gente que se queja no tiene ni idea de lo que habla”.

Los padres que envían a sus hijos aquí aseguran sí saber lo que es tener un adolescente problemático, que se droga, se escapa de casa, se acuesta por ahí e incumple la ley. Consideran que Tranquility es necesario para sus hijos y, en general, están encantados con los resultados. ¿Hay alguien en mejor posición para juzgar? El sistema legal estadounidense coincide, más o menos, con su opinión. En un caso crucial, en 1998, un tribunal californiano decretó que un padre tenía el derecho legal de enviar a su hijo a Tranquility. La decisión de los progenitores se consideró sacrosanta.

Lo que sucede en este centro sería ilegal en muchos países europeos, pero Tranquility está dentro de la jurisdicción jamaicana. El sistema educativo de este país no es famoso por su progresismo, no hay ningún menor jamaicano dentro y el centro se ha convertido en una fuente de empleo e ingresos fiscales. No es difícil concluir porqué los internados de Wwasp se instalan en países extranjeros en desarrollo.

En los últimos siete años cuatro centros de la empresa han sido cerrados en cuatro países. El último fue en Costa Rica, tras una serie de denuncias  de abusos físicos y condiciones paupérrimas. Pero, a no ser que Tranquility incumpliera alguna normativa sanitaria, el gobierno jamaicano no pone ninguna pega para que siga funcionando.

La cuestión del abuso emocional es un asunto más nebuloso. Internet está plagado de mensajes de ex alumnos detallando sus problemas de alteraciones nerviosas y estrés post-traumáticos. Uno escribe: “Por lo menos una vez cada tres noches me despierto sudando y casi llorando tras haber soñado que estaba allí. Todavía hoy tengo miedo a volver”. De todos modos, muchos alumnos ya llegan emocionalmente dañados a Tranquility, en concreto, una cuarta parte se medica por desórdendes bipolares, actitud desafiante o problemas de atención.

“Muéstreme un chico que pueda probar que, alguna vez, ha sido dañado psicológicamente en este programa”, desafía Kay. “Si un médico dijera que es debido a éste, lo encontraría altamente sospechoso”.

Si alguien se lo propusiera, poco podría hacer para cerrar este negocio. Kay cree sinceramente que, dañando las vidas de estos chicos, se las está salvando. “Si yo tuviese hijos y me empezaran a dar problemas, los mandaría directos aquí. Y si tuviera que hacerlo, apretaría el gatillo sin dudar”. Los padres de Tranquility creen, sin reservas, que están haciendo lo mejor para sus hijos.

Una vez al año, el centro celebra un ‘Día divertido’. Hay deportes, comida especial; las chicas pueden trenzarse el pelo y el personal sonríe. Y hay también música. Música incesante y ensordecedora. Vuelve locos a los adolescentes. No pueden parar de bailar. Por todas partes, los alumnos bailan, de forma demencial, como si se hubiera pulsado un interruptor y una fuente de energía hubiese brotado bajo sus pies. La tía de una estudiante ha venido de visita desde Tejas. “¡No me puedo creer cómo ha cambiado!”, dice. “Es extraordinario cómo pueden cambiar la vida de alguien. Ahora mi sobrina es tan educada, que casi no la conozco. ¡Parecen todos tan felices!”

Suena una canción del cantante Usher, y la letra quema en el bochorno caribeño. “Me recuerdas a una chica que una vez conocí. Veo su rostro cada vez que te miro”. La sobrina de la tejana deja de bailar. Mientras bebe un vaso de agua, con la espalda encorvada, puede entreverse su rostro: es el de la chica más triste del mundo.//

Traducción: Eva Millet

2 comentarios sobre “CONDENADOS POR SUS PROPIOS PADRES

  1. Ese centro es horrible, y te deja con. La sensación de necesitar u. Castigo cada vez que haces algo mal… Como auto castigarte…. Gracias a dios salí a los 18 y no volví a la casa de mis padres, ahorita trabajo y mantengo una suite, no es .mucho ni poco, estoy viendo si entro a una universidad en la que me permita trabajar… No creo que sea el .mejor ejemplo porque no pase del nivel 1 y cuando lo hice volví… Pero la cosa es que mi vida es al menos mucho menos miserable que en ese odioso lugar..

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    1. Vaya experiencia! El reportaje no es mío, lo hizo Decca Aitkenhead y a mi me impresionó mucho en su día. Entiendo que ahora el centro está cerrado aunque hay sitios similares en otros países. Gracias por tu comentario. Eva

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